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JORGE GALÁN
Su nombre real es George Alexander Portillo Galán. Nació en San Salvador en 1973. Licenciado en Letras por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). ganador del primer lugar del prestigioso Premio Adonáis 2006, de poesía, otorgado por editoriales Rialp (España).
Libros de poesía: El día interminable, 2004; Tarde de martes, 2004; Breve historia del Alba, 2006; La Habitación, 2007.
TEXTOS EN ESPAÑOL / TEXTOS EM PORTUGUÊS
TRANSEÚNTE
Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
solo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Los gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño solo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo
que golpea ese yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro
cuerpo, poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas
frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.
Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi
muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello
con perfume finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.
(de Breve Historia del Alba)
Extraídos de la Revista de Poesía PROMETEO, nos. 81-82, 2008.
Memorias del XVIII FESTIVAL INTERNACIONAL DE POESÍA DE MEDELLÍN
TEXTOS EM PORTUGUÊS
Tradução de Antonio Miranda
TRANSEUNTE
Parado na calçada, na margem desta rua
situada por sua vez ao norte desta cidade
onde pode morrer um homem e sua morte
ter a mesma importância
que a aspiração de uma pequena dama
que percebe um leve aroma branco que jamais
poderia ser o aroma da neve
A morte não vale muito por aqui,
só um pouco mais que a árvore que se derruba
sobre si mesma nas profundezas do bosque,
sem que ninguém perceba,
mas devia ter um valor similar ao desta torre
que desmorona devido ao som incalculável
de um milhar de trompetes.
Os grilos aqui, tal como pombas escuras,
pendem dos beirais ou chegam a morre nos tetos
de edifícios e casas onde o rato e o musgo se conhecem.
O vento é o único abrigo aqui, o único edredom.
Os automóveis passam como ondas mínimas a meus pés.
Atrás de mim os transeuntes e a noite são a mesma coisa.
Os faróis estão acesos como olhos repentinos
que restauram a visão.
A morte é a única abundância cotidiana.
Volto a mover-me, caminho em linha reta,
não viro para a direita nem para a esquerda,
a sombra de um rapaz enrosca em meus pés
como em algum dia um menino o fez nas pernas de sua mãe
cujos olhos não miravam o mundo senão a escuridão.
Meu passeio me leva até a esquina. Paro.
Penso que as estações andam e se detêm neste lugar
onde deveriam chegar e que jamais se equivocam.
Quisera ser o inverno estacionado nesta esquina distante,
a feminina primavera ou em empobrecido verão que pouco me interessam,
o outono só interessa aos meus olhos e os olhos não podem ver uma alma,
se minha alma fosse um martelo eu mesmo seria uma bigorna e o martelo
golpearia essa bigorna,
se fosse um anima seria uma lombriga que desliza em recônditos lugares,
e cavernas parecidas à imensidão antes da criação;
se fosse uma árvore não seria uma árvore mas uma multidão de bambus;
amarelos e esbeltos como as unhas de algum inferno inútil.
Sento-me e recosto no piso, vejo a noite instalada,
os astros que não posso ler e a negritude que não posso explicar nem
possuir.
Os que me observam preferem ver um corpo estendido e não a eternidade
que se abre no céu como
uns braços plenos de amor
arredor de outro corpo pouco antes de estreitar-se;
preferem ver a ingenuidade acumulando o rosto de inerte imundície;
a fome desenhando uns pomos que alguma vez foram maçãs frescas,
preferem observar a palidez do insano e o orgulho da demência
antes que o mapa da criação que sobre cada uma de suas cabeças desce
como faria uma cora interminável e esplêndida sobre a cabeça de um rei.
Sento-me. Me levanto. Atravesso uma rua Detenho-me na calçada,
nesta calçada onde poderia morrer e não dobraria um sino
anunciando a morte
nem dobraria um joelho nem cairia uma lágrima nem se ouviria uma oração.
Os automóveis são relâmpagos na escuridão que se reafirma.
Percebo que sou o sentimento dessa escuridão e sorrio
e creio saber que descobri a importância de u ma existência,
o fim absoluto da mesma, o motivo que levou à criação do homem.
Deveria haver anjos abraçando meus pés.
Deveria haver uma dúzia de belíssimas crianças beijando-me as mãos.
Deveria haver mil mulheres umedecendo-me o cabelo
com perfume finíssimo.
Deveria haver música de pandeiros em minhas costas e adiante.
Deveria ser esta uma praia franqueada com palmeiras e não uma rua triste.
Devo dizer que meu alento me revelou às vezes o odor da mulher.
E pensar que fui belo como filho branco de um Leão poderoso.
Atrás de mim os seres e a noite não podem nem devem ser diferentes.
Meu discurso é névoa que desce das árvores.
Página publicada em julho de 2008
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