EDUARDO ANGUITA
1914-1992
Linares, 1914-Santiago, 1992. Desde la fusión entre la experimentación literaria vanguardista y una religiosidad trascendente, su obra logra plasmar imágenes complejas y deslumbrantes. Así, poemas como "El poliedro y el mar", 1962 y "Venus en el pudridero", 1967 logran reunir el tema erótico, la pregunta filosófica y la inquietud metafísica en textos contundentes, enque no está ajeno el humor irónico y la creación de un cosmos poético personal. Su poesía supo esquivar cualquier tipo de concesión, sea formal o ideológica. Fue además ensayista, destacando Rimbaud pecador, 1962 y La belleza del pensar, 1988.
"En el poeta Eduardo Anguila es posible hallar una teorización de primer orden que permite dilucidar sus especulaciones en torno a la poesía, el lenguaje, la realidad y la imagen de poeta que propicia. Pareciera ser que Anguila alienta una idea de religión de arte, por cuanto la comprensión del fenómeno religioso y mítico, sólo es entendible por una razón de índole
estética, cuya ley profunda es la capacidad creativa que posee el ser humano para dar sentido y forma a sus necesidades vitales y existenciales." (ISMAEL GAVILÁN)
TEXTO EN ESPAÑOL – TEXTO EM PORTUGUÊS
VENUS EN EL PUDRIDERO
(Fragmentos)
¿Escucháis madurar los duraznos a la hora del estío,
a la venida del sol, mientras un príncipe danza
en víspera de su coronación?
Yo pienso en el gusano.
¿Oís podrirse los duraznos en el granero,
al atardecer, mientras las fechas del reino
caen de los tronos
y el viento las amontona, las dispersa y olvida?
Yo pienso en el gusano.
Si veis montar el agua de la noria,
con un niño fijamente asomado al brocal
frente a frente al abuelo,
y se siente el beso de los amantes como una hoja seca
que el pie del tiempo aplasta crepitando:
¿los amantes están muertos? No preguntéis con torpeza.
Pensad en el gusano.
Al borde del pozo, gusano y amante,
los dos punteros del reloj.
El agua está vacía y la amada es un torrente de mil rostros despeñados.
Ambos sedientos, un sol varonil frente al otro sol, también varonil,
pero llorando y sombrío:
el de la aurora y el atardecer, íntimamente coludidos,
aparentemente enemigos y cuan quebrantados.
Llegan carretas rebosantes de frutas maduras,
se despiden los ancianos,
las raíces quedan en acecho al sol de la espera,
se acumulan los hechos.
Niño, niño mío, nómbrame sin pestañear,
en un segundo,
las dinastías reinantes —siglos, siglos—,
los monarcas desgajados.
Abuelo, abuelo, nómbrame siglos sin pestañear, en un instante,
antes que el ruiseñor concluya la nota de su silbo.
¿Quién osa alzar el Tarot vertiginoso?
Todas las fechas están prontas, o marchitas, como nunca nacidas.
Niño y anciano, en este instante tenéis la misma edad:
sólo un instante:
¿no habéis empezado?, ¿habéis terminado?
¡A qué pensar en el gusano!
(...)
Os contaré, amantes, qué hacéis cuando estáis juntos;
lo que yo hice y sentí
en aquel huerto de espigas corporales.
El gallo a mitad del día, erguido para el amor,
y la luna que espera al ave de fuego,
mojada, abierta y silenciosa.
La tomé por la mirada, rebanando con mi vista su entrecejo,
y desde ahí, humedeciendo con su vista mis manos y con mi
vista su |cuerpo,
sin dejar de mirarla,
comencé con las yemas a estirar sus ojos a las sienes:
hasta que su cabeza reclinóse en mi hombro.
Su cabeza era una blanda caverna donde se escondía el torrente,
el que me llevaría hacia abajo, a las zarzas de sigiloso esplendor.
Palpé sus sienes, oyendo latir la piedra,
la piedra azulada por la respiración y el anhélito.
Ella tomó mi boca con su boca —llenar un hueco con otro hueco—,
para partir unidamente exhaustos.
Sus labios se reflejaron firmemente en mis labios.
Mis labios son yo que salgo; los suyos son yo que entro.
Y nos reconocimos íntimos y temblorosamente obvios.
Comencé a ser mi semejante.
Inquirí su cuello, una columna despierta,
hecha de luz intencional explícita.
Besos en su garganta de cascada de nieve. y sus pechos,
particulares bóvedas del cielo, copas de árbol, salidas
de sol y cualquier cosa aquí sólo representada.
Y siendo desbordantes, sin'embargo formaban parte.
Era dichoso saber que su cuerpo podría haberlos cedido
sin perder nada intrínseco,
¡pero cuánto más completo con lo que no era suyo!
Yo quería arrancar y volver a poner
para darme la ilusión de poseer lo amado
al punto de disponer de él sin destruirlo
y, al reponer, participaría por fin en lo bello,
ya que era como crearlo con mis manos.
Mi boca me ungió único entre dos calores contiguos.
De ser una la esfera,
yo habría inventado la repetición.
Rodeaba mi cintura para ser ella copa y yo agua.
Quería aprisionarme, y no sólo por fuera,
pues podría escaparme hacia adentro,
y para que no me evadiera así, me insinuó encerrarse ella
dentro de mí.
Accediendo, la ceñí a mi vez por la cintura,
siendo ella ahora el agua y yo el vaso.
Y se hizo tan íntima, que aun durmiendo me encontraba con ella
como si la hubiera habitado y comulgado.
Estrechamos la condena y caímos veloz
por la corriente que arrastra juntos al pájaro y al vuelo.
Su mano en mi nuca bordeaba la piel y el cabello.
Se ponía en la orilla: en la línea suya—mía.
Se aventuraba a lo áspero para controvertirse.
Estuve de acuerdo: también como ella deseé lo contrario.
Me adentré tanteando por el interior de sus muros
hasta esa cercanía más y más ajena,
pero —¿entendéis?— sin llegar, sin llegar todavía
a decirle "tú".
Sentí lo que ella sentía
y supe que yo era hombre porque ella así lo sentía.
Sentí por ella y me hice rápidamente mujer,
amándome a mí mismo.
Tú eres mujer, tú eres hombre.
Eres el muchacho y también la doncella.
Tú, como un viejo, te apoyas en el cayado.
Eres el pájaro azul oscuro
y el verde de ojos rojos.
Tú eres aquello. Y yo soy tú.
Pero no al mismo tiempo. Por eso entro y salgo.
Eduardoe—lisa Elisae—duardo
Elisaeduar—do Eduardoeli—sa
Se colapsa el vaivén, en qué quedamos,
¿a qué fracción tu—i—yo soy reducido?
E—duardoelisa E—lisaeduardo
Elisaeduardo Eduardoelisa
Si alguien pregunta por mí, respondan:
Salió y no puede entrar.
Entró y no sabe salir.
De Venus en el pudridero, 1967.
TEXTO EM PORTUGUÊS
Tradução: Antonio Miranda
VÊNUS NA ESTRUMEIRA
(Fragmentos)
Escutas amadurecer os pêssegos à hora do estio,
à chegada do sol, enquanto um príncipe dança
na véspera de sua coroação?
Eu penso no verme.
Ouves apodrecer os pêssegos no celeiro
ao entardecer, enquanto as datas do reino
caem dos tronos
e o vento as amontoa, dispersa-as e esquece?
Eu penso no verme.
Se vês subir a água da roda-gigante,
com um menino firmemente surgindo no parapeito
frente a frente com o avô,
e se sente o beijo dos amantes como uma folha seca
que o pé do tempo aplasta crepitando:
estão mortos os amantes? Não pergunte com aspereza.
Pensa no verme.
À beira do poço, verme e amante,
os dois ponteiros do relógio.
A água está vazia e a amada é uma torrente de mil rostos
precipitados.
Ambos sedentos, um sol varonil frente a outro sol, também varonil,
mas chorando e sombrio:
o da aurora e do entardecer, intimamente colididos,
aparentemente inimigos e tão quebrantados.
Chegam carretas transbordantes de frutas maduras,
os anciãos se despedem,
as raízes ficam expostas ao sol da espera,
se acumulam os fatos.
Menino, menino meu, nomeia sem pestanejar,
em um segundo,
as dinastias reinantes — séculos, séculos—,
os monarcas desgarrados.
Avô, avô, nomeia séculos sem pestanejar, em um instante,
antes que o rouxinol complete a nota de seu silvo.
Quem ousa alçar o Tarot vertiginoso?
Todas as datas estão prontas, ou murchas, como nunca, nascidas.
Menino e ancião, neste instante tens a mesma idade:
só um instante:
Já começou? Já terminou?
A pensar no verme!
(...)
Contar-lhes-ei, amantes, que fazer quando estiverem juntos;
o que eu fiz e senti
naquele horto de espigas corporais.
O galo na metade do dia, erguido para o amor,
e a lua que espera a ave de fogo,
molhada, aberta e silenciosa.
Eu a colhi pela mirada, fatiando com minha vista em suas
sobrancelhas,
e dali, umedecendo com sua vista minhas mãos e como
minha vista seu corpo,
sem deixar de olhá-la,
comecei com as gemas a estirar seus olhos até as têmporas:
até que sua cabeça reclinou em meu ombro.
Sua cabeça era uma branda caverna onde a torrente se escondia,
que me levaria para baixo, às salsaparrilhas de sigiloso esplendor.
Apalpei suas têmporas, ouvindo o pulsar da pedra,
a pedra azulada pela respiração e o desejo intenso.
Ela sugou minha boca com sua boca — encher um oco com outro
oco—,
para partirmos unidos e exaustos.
Seus lábios refletiram firmemente em meus lábios.
Meus lábios eu que os salgo; nos dela eu que entro.
E nos reconhecemos íntimos e voluptuosamente óbvios.
Comecei a ser meu semelhante.
Sondei seu pescoço, uma coluna desperta,
feita de luz intencional e explícita.
Beijos em sua garganta de cascata de neve, e seus seios,
abóbadas particulares do céu, copas de árvores, saídas
do sol e qualquer coisa aqui apenas representada.
E sendo desbordantes, no entanto faziam parte.
Venturoso era saber que seu corpo podia tê-los cedido
sem perder nada de intrínseco,
mas tanto mais completo com o que não era seu!
Eu queria arrancar e logo repor
para dar-me a ilusão de possuir o amado
ao ponto de dispor dele por fim no belo,
já que era como se o criasse com minhas mãos.
Minha boca me ungiu único entre dois calores contíguos.
Por ser una a esfera,
eu teria inventado a repetição.
Rodeava minha cintura para ela ser copo e eu água.
Queria aprisionar-me, e não apenas por fora,
pois poderia escapar-me para dentro,
e para que não me evadisse assim, insinuou ela encerrar-se
dentro de mim.
Concedendo, apertei-a aquela vez pela cintura,
sendo ela então a água e eu o copo.
E se tornou tão íntima que mesmo dormindo me encontrava com
ela como se a houvesse habitado e comungado.
Estreitamos a condenação e caímos veloz
pela corrente que arrasta juntos o pássaro e o voo.
Sua mão em minha nunca margeava a pele e o cabelo.
Ficava na margem: na linha sua — minha.
Aventurava ao áspero para controverter.
Estive de acordo: também como ela desejei o contrário.
Penetrei tateando pelo interior de seus muros
até esta proximidade, mais ou menos alheia,
mas — entende? — sem chegar, sem chegar ainda
a dizer “você”.
Senti o que ela sentia
e soube que eu era homem porque ela assim sentia.
Senti por ela e me fiz rapidamente mulher,
amando a mim mesmo.
Você é mulher, você é homem.
É o rapaz e também a moça.
Você, como um velho, apoiado no cajado.
Você é o pássaro azul escuro
e o verde dos olhos vermelhos.
Você é aquilo. E eu sou você.
Mas não ao mesmo tempo. Por isso entro e saio.
Eduardoe—lisa Elisae—duardo
Elisaeduar—do Eduardoeli—as
Colapsa o vai-e-vem, em que ficamos,
a que fração você—e—eu sou reduzido?
E—duardoelisa E—lisaeduardo
Elisaeduardo Eduardoelisa
Se alguém pregunta por mim, respondam:
Saiu e não pode entrar.
Entrou e não sabe sair.
De Venus en el pudridero, 1967.
Página publicada em junho de 2014
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