POESIA VENEZOLANA
Jotamario Arbeláez
Mi santoral de poetas de Venezuela
Extraído de
Unión LIBRE
Editorial La Draga y el Dragón
Colección El Pulpo de la distancia
Curandero y fotografías
Enrique Hernández-D’Jesús
No. 27
27 de agosto de 2011
Tengo una biblioteca que casi no cabe en las paredes de mi casa. La he ido formando poco a poco con libros de precios fabulosos mitigados por los recibidos como obsequio de los amigos. Algunos de esos tomos ya llevan más de 50 años en sus estantes. La mayor parte son libros de poesía, en especial de surrealistas franceses. Y de norteamericanos de la generación beat a partir de Withman. De los países de lengua castellana tengo más libros de poesía venezolana que de la misma España, de Colombia y de los demás países. Tal vez porque allí está la mejor poesía de Latinoamérica, aunque sea a la vez la más escondida; tal vez porque es el país donde tengo más amigos. Un país que ha dado un poeta como Ramos Sucre tiene toda la fuerza para desafiar y hacer obedecer a la naturaleza rebelde. Narraré para ustedes mis referencias con algunos poetas de esta república.
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Pertenezco a ese movimiento impulsado por infantes de provincia que se llamó, se llama y se llamará el nadaísmo. Que se fundó en 1958, un año antes de la revolución cubana, cinco años antes que las Farc y seis años antes que los Rolling Stones. Cuando Cassius Clay ensayaba en el Madison Square Garden cómo llegar a ser Mohamed Alí. Hice parte del grupo cuando apenas me apuntaba el bigote. Dijimos que éramos una revolución al servicio de la barbarie. Y una aventura al servicio de la revolución. Tal vez porque le hacíamos el juego a los juegos del surrealismo que mamó de las tetas del dadaísmo. Que considerábamos más necesario y más útil en nuestras republiquetas plagadas de muertos que las denuncias cacofónicas del partido. En ese sentido fuimos una revolución más allá de la revolución, de lo que los camaradas sólo se vendrían a dar cuenta cuando el árbitro pitó el final del partido. Nosotros queríamos una revolución con sexo y cannabis, porque hacia allí apuntaba la aguja de la investigación planetaria y el psicodrama y el alberusque juvenil, pero eso no era permitido por la ortodoxia. Por eso fueron los hippies quienes hicieron la revolución, mientras en Colombia un movimiento tan original y temible como el M-19 terminó haciendo la paz, brodercito.
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Carlos Contramaestre Juan Calzadilla
Nos encontramos con que en Venezuela de los 60s había un movimiento muy paralelo con el nadaísmo y sé que me sobra el muy. Pasaba que ellos sí estaban más comprometidos políticamente, aunque sus métodos remitían a la patafísica. Al esperpento. Al happening. Al acto pánico. Todavía me huelen a la distancia las carnes de las reses colgadas de los ganchos del homenaje a la necrofilia de Carlos Contramaestre. Y aun tengo en mis bolsillos las publicaciones plegables de Rayado sobre el techo, de las que recuerdo el Concierto en un huevo de Dámaso Ogaz. Destaco de esa nómina ignominiosa una figura tremenda, tanto como poeta como crítico y dibujante, pero ante todo como filósofo de la dinastía de Diógenes de Sinope. Juan Calzadilla es un sabio de los que arrojan la sabiduría por la ventana y se bajan corriendo a recogerla de la malla de los bomberos. Se cree que es ingenioso porque aparentemente juega con la palabra, con el sentido y el sinsentido, pero con lo que juega es con la organización del mundo que sólo en la palabra se apoya. Y cuando el razonar se disloca el mundo se va de culos. Él mismo llegó a decir que Colombia pudo darse el lujo de tener el movimiento de vanguardia más antiguo del pleistoceno y el guerrillero más anciano del postmodernismo. La labor higienizante del Techo de la ballena duró escasamente tres o cuatro años pero fue tal su intensidad que todavía se sigue sintiendo. El nadaísmo ya rebasó los cincuenta, y llegamos al horror de ver cómo algunos de sus integrantes terminaron enrolados con el amor al presidente Uribe y a Jesucristo. Aclaro que el de Jesucristo soy yo.
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Mario Abreu
Un día de 1966 estaba en Cali, en un bar donde servían cervezas y marihuana, donde el negro Efraín, y vi llegar a un personaje que era toda la prefiguración de ese futuro brujo de barba montaraz y manos de gorrión, y que era el pintor Mario Abreu, quien llegaba con unas cajas llenas de magia a exponerlas pero ante todo a buscar a una ninfilla de la localidad de Florida, Valle. Fue el primer atisbo de la santería plástica venezolana, que nos llevaría a Reverón para pasmo de la conciencia. Me acababan de publicar El profeta en su casa, y él me pidió un ejemplar dedicado para quien consideraba el maestro de maestros Juan Sánchez Peláez, como en realidad vine a comprobar que lo era, cuando muchos años después en la casa del Catire me deshizo con dos abrazos. Y para elogiar el arte de Mario Abreu, maestro desaparecido ante quien mi cabeza se inclina hasta traspasar la tierra, quiero citar un fragmento del poema más bello que un poeta le ha escrito a un amigo, y es Poema para elogiar el arte de Mario Abreu, de Rafael José Muñoz, brujo todavía más embrujador y más embrujado de quien hablaré cuando caiga la tarde:
El Águila y el Cisne nos bendigan:
Vamos, sublimatio, coge tu muela de caballo,
coge tu Plancha, dame el tornillo No. 3.
Abracémonos y andemos por estas calles
donde sólo nos acompañan hécates brujos,
agujas sorbias, pies en proyecto
y senderos portátiles como dragonos.
Ya alumbra el Dios Sol.
Ya la tortuga Argentonari nos trae sus kabiras.
El cielo se abre, y bajan los Mantos
hacia el espacio de nuestros Floridos Manicomios.
Juan Liscano
Años después Juan Liscano nos haría llegar a los nadaístas de Bogotá El círculo de los tres soles, de Rafael José Muñoz, y desde entonces lo entronizamos entre nuestros sagrados derviches. Ese era el lenguaje, a pesar de que en un momento se desvirolara. Ese era el canto ceremonial que representa un lugar y una época. Lo elevamos con Vallejo al sétimo cielo. Pero ni en la misma Venezuela se le recuerda con el reconocimiento y mucho menos con la veneración debidas. Al desquiciado que facturó este inolvidable soneto:
Después de haber llorado, solitario,
bajo esta cruz amada de paloma;
después de haber subido hasta la loma
para mirar mejor el vecindario.
Después de un día ritual, sin incensario,
sin querubes, sin templo y sin redoma:
me fui a comer la pulpa de una poma
más arriba del lánguido calvario.
Y estuve allí, con viento y toro ardiente,
con aromas y flores, y el relente
de la triste pradera vespertina.
Y fundiendo la tarde con mis penas,
me puse a dialogar con las arena
remotas de aquel mar que fue colina.
Por esos mismos días apareció en Bogotá, buscándonos, un joven muy bien locionado y mejor vestido, casi un petimetre, procedente de Caracas y con un precioso libro suyo debajo del brazo. Era Andrés Boulton Figueira de Mello y su obra El orgasmo de Dios. Era, lo que se dice, un enviado. Nos sumergimos en su mensaje y allí comenzó nuestra conversión de la dolce vita a la vita nuova. Nunca lo volví a ver y cuando averiguo por el en Venezuela nadie quiere acordarse, pues lo condena el ser vástago de una familia de millonarios. Por si ha muerto, reproduzco unas líneas:
Es para retornar a la matriz morena
que yo me ofrezco como hijo tuyo.
Junto a tus senos floridos de acacias,
un señor de las viejas guarniciones
coloca un obelisco en el centro de la noche.
Y cuando un barco zarpa del Este
para buscar el inflamatorio arrobamiento,
me verás a mí, madre fabulosa,
echado como Pan sobre tu barriga
que Astarté una tarde alumbró por magia.
Ya que hija de la India,
te pareces a un disco fogoso y amarillo.
Viajé a Bogotá con mis 25 años en el bolsillo a ver qué se veía en la capital. Y un gran artista y escritor y crítico y curador que trabajaba en la embajada venezolana, el desaparecido inolvidable Oswaldo Trejo, me invitó a una recepción para presentarme con Ludovico Silva, ese estruendoso ser que puso en mis manos un libro de gran formato llamado BOOM, prologado por Thomas Merton, que ha
Ludovico Silva
sobrevivido a todos mis desarraigos, apenas con un despunte en el lomo. En el prólogo dice Merton, y es como si lo estuviera diciendo hoy: “Qué curioso sentirse vivo en el centro de la muerte. Antes era más interesante. Uno se sentía muerto en medio de la vida y podía cantarlo como una maldición: media vida in norte summus. Ahora es al revés. En el Reino de la Muerte el poeta está condenado a cantar que en medio de la muerte, él, el infortunado, permanece con vida. Todos los demás brillan con satisfacción, gloriosamente embalsamados en el vasto susurrante perfumado silencio cibernético del milenio de la muerte (Muerte el millonario, Muerte el dictador, Muerte el general, Muerte el ingeniero)”. Y canta el profeta Ludovico y se me va despastando el libro en cuanto voy buscando una cita:
Dijo el profeta:
No quedará dólar sobre dólar
Ni cobardía sobre cobardía
Ni ataque aéreo a Vietnam sin odiosos escombros
Ni carne sobre carne fílmica
Ni nada sobre nada;
Estamos
Cegados de cabeza en un Refugio Atómico
Y olvidamos el dracma, la rupia y el sestercio
Que lucharon mil años por la belleza y la justicia;
Cobardes!
Mientras otros vieron la destrucción venir
Sentados en las plazas públicas bebiendo vino
Nosotros
Aceptamos la destrucción
Bellacos
Catecúmenos
En un refugio atómico
Comiendo dólares
Y fijando la mirada hacia el fondo de la caverna
Sin hacer el menor esfuerzo de soledad
Para mirar de frente a la destrucción
Juan Sánchez Peláez
Me escribió Juan Sánchez Peláez. No podía creerlo. No me decía nada pero con eso estaba dicho todo. Tenía razón Mario Abreu, era el poeta mondo y lirondo de los territorios del soñar despierto. Su poesía fue el más refrescante aluvión que me sacó de mi nausea existencialista para sumergirme en un compromiso severo con el ser planetario que nos pone la mesa. Era el más grande, indudablemente, que había leído hasta entonces, y de quien había tenido la mano entre la mía en una brevedad que perdura. En lugar de unos versos profundos u oníricos que nos cortarían el sueño traigo de él una evocación de otro de nuestros santos perennes peruanos
César Moro, hermoso y humillado
tocando un arpa en las afueras de Lima
me dijo: entra en mi casa, poeta
pide siempre aire, cielo claro
porque hay que morir algún día, está entendido
hay que nacer, y estás ya muerto
el suelo se quedará aquí siempre, ancho y mudo
pero morir de la misma familia es haber nacido.
Nos llegaba la revista Zona Franca, maravillosa, de un personaje que tenía la resistencia de quienes ponían el pecho en la lucha, pero era un difusor denodado de la creación abierta del mundo, Juan Liscano. Fue el primero en abrirnos sus páginas a los nadaístas para que despotricáramos contra lo que se pusiera al alcance. Con él trabajaba un extraño poeta del Ecuador, pero a quien en América consideramos venezolano, por cuanto allí hizo más grande su alma, llamado César Dávila Andrade. Recibí la revista donde este poeta hermético dio cuenta de la aparición de mi primer libro El profeta en su casa, y cuando fui a agradecérselo supe que a renglón seguido se había propinado un barberazo en el cuello al terminar la afeitada. Estoy seguro que mi libro no era tan malo. Decía, en uno de los poemas más espesos que conserva mi agenda:
Si ahora vuelve, niégale. Preséntale a su mar.
Así, vestido ya de algún espejo, se alejará.
Hay que madurar. Oscurécete.
Si golpea, escúchale. Tiene una forma
cuando queda fuera.
La lluvia le ciñe un paisaje demoledor
y sus hierros pueden dar pan
a la mula en que pasa.
Pequeño Joven: aún no puedes
crearlo como Huésped.
Oye cómo persuaden las viejas herrerías.
Los dedos salvajes
y los salvajes meses de Marzo
son todo viento sobre su cabellera
nutrida ya de polos.
Toda resurrección te hará más solitario.
Mas si en verdad quieres morir,
disminuir ante los pórticos,
comunicarte,
entonces ábrele.
Se llama Necesidad.
Y anda vestido de arma,
de caballo sin sueño,
de Poema.
Luis Camilo Guevara, Juan Manuel Roca, Jotamario Arbeláez, Vicente Gerbasi, Fernando Charry Lara
Una vez en Caracas, con la arisca compañía de los poetas Charry Lara y Juan Manuel Roca, fui llevado a convite en la casa de Vicente Gerbasi. Qué maravilla. Era como estar en la casa de la poesía misma. Sin ninguna discusión que buscara un acuerdo, simplemente sintiendo el susurrar del tiempo y el viento. Quedó la foto y quedó el asombro, que para mi caso traduzco en estos versos que le oí quedo:
Cuando te encontré
en el vitral del tiempo,
yo tenía tus senos
en mis ojos,
mi mano en tu cadera,
mis labios en tus labios,
rosa húmeda en la clepsidra
bajo el árbol
iluminado
por un sol de zafiros.
¿Quién era el gran poeta del Techo de la ballena? Pregunta de respuesta imposible, como si se planteara en el seno o cenáculo nadaísta. Pienso que son todos ellos, en sus diversos matices, así se expresaran en prosa. Porque la prosa es el mejor vehículo para exponer la buena poesía cuando el verso se estrecha. Aunque un buen poeta hace que el verso llegue hasta donde tiene que llegar no importa la dimensión del lector. El que más me gustaba era Francisco Pérez Perdomo. Pero como aún está vivo dejémoslo en paz. Y pasemos al gran magma, a un duro de roer de la imaginación llamado Carlos Contramaestre, que con su desmesura fue el padre de todos. Se encarnizó en sus poemas contra la muerte. Me dejó en un pañuelo este poema tanatorio que no se borra:
Vasto silencio
Contra la Muerte
Esta ráfaga de rosas cálidas
Lengua de niebla
que se comunica con los ausentes
Sucumbo a estas cavilaciones
otoñales
y parpadeo
con cada sobresalto del corazón
Caupolicán Ovalles Francisco Pérez Perdomo
Y con él hubo otro que era la palpitación de un volcán. Caupolicán Ovalles, Caupo. Demoledor como el que más, contundente, contestatario, era a la vez transparente y puro como su vaso de scotch. Como todo poeta que se compromete hasta el hueso. Todo un dios, todo un Bolívar, todo un rey. El que fue capaz de despertar con un poema a todo un señor presidente. Era el desmesurado, en el ser, en el vivir, en el beber, en el pensar, y hasta en el actuar. Al terminar una botella, en un bar, con el bolígrafo del barman, me escribió en el pañuelo que usaba entonces:
Si alguien pretende dominarte un día
vuelve el rostro
hacia el punto en donde
se unen
el norte y el sur
que yo estaré allí
José Barroeta
En uno de mis viajes a la amada Venezuela, y digo amada porque allí tengo una amada que así ya no me recuerde por mis versos perecederos yo si la tengo siempre en mi mente por su incomparable rosa entreabierta, me encontré como quien no quiere la cosa y me emborraché y me abracé con un poeta a quien no había leído pero de quien quedé enamorado. Era Pepe, o José, Barroeta. De quien en Mérida recibí, a través de su fiel Diomedes Cordero, la obra Todos han muerto. Qué obra, Dios mío, gracias te doy por la alta poesía venezolana y por la de este excelso cantor de la despedida. Le dejo a mi amigo el gusto de despedirme de sus ambles amigos con Esta mañana
Esta mañana
todas andaban airosas. Todas habían navegado la noche
y me mostraban en sus ojos lo supremo.
Esta mañana vinieron todas a mí con el frío Dios
en sus cuerpos:
contaban perversas y maliciosas historias.
Esta mañana las miré como si la muerte hubiese arrebatado de ellas tristeza.
Distraje mi locura viéndolas caminar en el aire triunfante, llevaban en sus bocas extraños frutos en los que yo hacía el amor.
Esta mañana miraba y miraba hasta apiadarme.
Armando Romero
Otro de mis grandes amigos poetas venezolanos es colombiano y es nadaísta y nació y vivió a la vuelta de mi casa en el barrio Obrero y estudió conmigo en el Santa Librada Collage. Es Armando Romero, quien dejó a Cali para andareguear por Suramérica, paró en Caracas y en Mérida y siguió hacia los Estados Unidos, casó con griega y detenta una cátedra en el Ohio, donde duerme, pero sueña en Ikaria.
Lo mejor es que en Venezuela me encontré conmigo mismo en la obra de un amigo cocida con los mismos ingredientes de mis platillos y con los mismos gustos por la vida que nos persigue para intervenirnos sonrientes fotos. Es Hernández D’Jesús, el Catire, a quien debo la intimidad con vivos y muertos. Hemos hecho un pacto de amor en las fronteras de lo irracional para que ningún poeta y por extensión ningún ciudadano de ambos países levante nunca la mano
Enrique Hernández-D’Jesús
contra el hermano. Él me puso en contacto con otros monstruos, como son Ramón Palomares, quien me cambió la manera de contemplar el sol de la tarde desde que me cayó en las manos Paisano, Armando Rojas Guardia, con cuyo Dios de la intemperie me llevó a la ascesis del exceso.
Ramón Palomares Armando Rojas Guardia
Todos, todos mis amigos, se han lamentado de que no hubiera conocido al ‘Chino’ Valera Mora. Eres su vivo retrato, alcanzó a decirme alguien, tal vez en el sentido de que no nos dejábamos joder
Víctor Valera Mora
por nada ni por nadie y nos reíamos de todo y nunca dejamos una deuda sin pagar ni sin cobrar. El hecho es que hoy, ese poeta que tuvo tantas carencias materiales ha hecho mi vida plena a través del jugoso premio que con su nombre me concedió la Fundación Rómulo Gallegos, a la cual extiendo, renovada, mi gratitud. Y cierro esta evocación de los amigos con su:
Tiempo de vendimia
Bajas como gaviota en celo
En el primer peldaño de la escalera
nos besamos hasta mañana
Luego subes cuidadosamente
para no tropezar con la luna
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