HACIA UNA NUEVA LECTURA
(Breve panorama de la poesía española)
Ensayo de MIGUEL CASADO
Extraído de
POESIA SEMPRE – Revista Semestral de Poesia. ANO 4 – NÚMERO 7 – JULHO 1996. Rio de Janeiro: Fundação Biblioteca Nacional, Ministério da Cultura, Departamento Nacional do Livro, 1996. Ex. bibl. Antonio Miranda
La mirada habitual sobre el panorama de la poesia espanola respondia hace no más de diez anos a planteamientos muy diferentes a los que aqui se recogen. Y no es que esta poesia haya experimentado, en tiempo tan corto, câmbios fundamentales, sino que éstos se han ido produciendo en la forma de leer. Al cambiar las formas de atención, al dirigirse la mirada de los críticos directamente a los textos, prescindiendo de un anquilosado aparato académico y periodístico y su efecto de niebla, algunas poéticas fuertes y renovadoras han podido emerger y convertirse en los nuevos puntos de referencia.
La historia de la poesia espanola después de la guerra civil se había venido narrando como una sucesión de estéticas dominantes, de carácter generacional, que empujaban a cualquier voz distinta al olvido; era una historia regida por una idea de progreso y poder, que necesitaba encontrar siempre un centro y tender un hilo continuo a través dei tiempo. Critérios meramente temáticos y circunstanciales se convertían en el foco de atención, mientras la poesia se acotaba en el campo de un dialecto poético establecido. cuyos angostos limites los fijaba un recorte débil de la tradición — usada como repertório —; sus efectos se manifestaban en la continua repetición de tópicos y la falta de peso y autonomia de la palabra y el poema.
Sin embargo, la historia y la crítica de la escritura sólo pueden guiarse por un policentrismo; no por un esquema de hilo, sino de malla, cuyos nudos y entrelazamientos no están antes ni después de los otros, ni dominan ni son dominados. Para que haya poesia se hace precisa una diferencia que, creando espacios de lenguaje propio, constituya a un poeta, pues éste ha de ser un lugar individual y nunca intercambiable con otro; de tal modo, cuando se hable aqui de la necesaria renovación, no será en un sentido de progreso, sino para designar el movimiento — cualquiera que éste sea —que establece diferencias y, por tanto, permite tramar los nuevos puntos de la malla.
De las ruinas de esa agobiante codificación que ahora empieza a disolverse, surgen algunas voces dignas de seguir escuchándose. Así, las poéticas independientes que se afirmaron entre los hábitos del viejo realismo moral y han producido obras tan radicales como las de Cláudio Rodriguez y José Ángel Valente. La publicación de Casi una leyenda (1991) ha sustituido una imagen sucesiva de la poesía de Claudio Rodríguez (1934) por la de una espiral de extraña y difícil transparencia: abierta en una poética de la pasión, había accedido luego a una reflexión metafísica arraigada en lo cotidiano y de voluntad moral. El poeta llama "participación" al tránsito entre las cosas y el lenguaje, cuya luz remite a Plotino o a los místicos, a Fray Luís de León o Rilke, pero desde una raíz bien terrestre. El movimiento musical y paradójico del último libro encuentra en su mundo animísta el envés de la conciencia romántica de separación que alentó en el primero: la imagen de la muerte como renacimiento, invertidas negación y armonía.
La obra de José Ángel Valente (1929) ha sufrido una continua metamorfosis, demandando siempre un lector activo; según Jacques Ancet, se trata de una empresa de descondicionamiento llevada a cabo durante veinte años, en los que se habrían ido socavando las bases lingüísticas, culturales e históricas de la realidad, hasta concluir en investigación de un espacio místico, hecha desde fuera de él. En Ato amanece el cantor (1992), el arquetipo del centro, confrontado con una muerte real, se concreta en un ámbito árido y de pérdida, donde se intuye una imposible matemática del vacío de la que habría de brotar el ser.
Entre autores más jóvenes, aquella polémica y efervescente época de los Nueve novísimos, antología publicada en 1970 por J.M. Castellet, parece haberse desactivado en la erosión de una insistente lectura conservadora y neotradicionalista de su contenido. Sólo algunas escrituras individuales asoman entre los restos; así, quien fue su líder, Pere Gimferrer (1945), se ha pasado a la lengua catalana, ámbito en que su trayectoria está imprimiendo notable huella: de la complejidad reflexiva eliotiana a una creciente delgadez metafísica y neoclásica. También Guillermo Carnero (1947) pasó de una posición central en los 70 a un completo silencio en los 80; después de un trabajo en que la seca voz expositiva y la compleja sintaxis vaciaban las convenciones del lenguaje tradicional, con Divisibilidad indefinida (1990) pareció volver a aquel espacio superado.
La poesía de Manuel Vázquez Montalbán (1939), muy conocido como novelista, culminaba tal vez en Praga (1982): un collage pop, abigarrado de tiempos, lugares y personajes que se intercambian hasta reducirse en el cauce de un escepticismo radical. Una creciente sencillez ha dado lugar en la obra de Antonio Martínez Sarrión (1939) a dos ramas que se van mezclando: la ácida sátira, y un análisis de la experiencia tamizado por una atmósfera de spleen; en ambas, la sordina léxica y rítmica y la ironía traducen con eficacia un estado de incertidumbre sentimental, en que persiste un núcleo ético.
En el campo más apegado a la tradición, se siguen moviendo algunas escrituras con entidad. Así, la de Antonio Colinas (1946), en cuyo último libro, Los silencios de fuego (1993), de
ensordecido lenguaje, prosaísmo y lirismo se aúnan para dar cuenta del desencuentro mundo/poesía. O la del brillante Antonio Carvajal (1943), en quien los malabarismos métricos y el cuidado gongorino de léxico y arquitectura encuentran la tensión trágica de cada palabra.
Uno de los fenómenos más renovadores de los años 80 fue la "aparición 'de buen número de poetas de cierta edad, pero que sólo entonces empezaban a ser oídos, coincidiendo con los primeros indicios de resquebrajamiento en los tópicos de postguerra. El momento más significativo fue quizá la salida de Edad(1987), poesía reunida de Antonio Gamoneda (1931): su repercusión e influencia inmediatas cuestionaban por sí solas todos los esquemas críticos, pues no parecía explicable el silencio que había rodeado a un libro de la importancia de Descripción de la mentira (1977). Gamoneda se separa de la lengua cotidiana para construir una propia en la que intervienen una imaginería ruralizante, sacada de contexto, y un pecu¬liar énfasis sentencioso lleno de resonancias. La evolución de su trabajo lingüístico — Libro del frío, 1992 — obliga a reflexionar sobre las condiciones del poema y sobre el estatuto de los géneros: la narratividad, el ritmo — del versículo a una prosa estrófica —. el poder mítico de los objetos reales, la abstracción sensorial...
Un caso muy revelador en esta línea es el de Francisco Pino (1910), poeta de más edad, al que sólo se ha empezado a reconocer en los últimos años; su deslumbrante escritura consigue, de modo emblemático, la síntesis entre la tradición y el análisis de vanguardia. La obra de Luis Feria (1927) también tiene una originalidad infrecuente, guiada por el principio creacionista de hacer la realidad con palabras, como la naturaleza crea el árbol; lo coloquial infantil es soporte de rupturas conceptuales, tonales y sintácticas, de imágenes de caleidoscopio, de creatividad fonética; los poemas, condensados y escuetos, acogen una extrema libertad y un alegre dinamismo.
Otras lecturas son imprescindibles para entender esta irrupción de nuevos poetas maduros. La intensa serenidad de María Victoria Atencia (1931), la deriva como sintaxis del deseo en Vicente Núñez (1926), la resolución de la luz en música que efectúa Manuel Padorno (1933), o la sencilla y enigmática imagen abstracta de César Simón (1932).
Una segunda oleada renovadora debe ser tenida muy en cuenta, aunque siempre — como en el caso de la anterior — recordando que no se busca establecer tendencias de conjunto o grupos, sino detectar aquellas obras que se constituyen en nudos de la malla. Se trata ahora de poetas que participaron de la inquietud de finales de los 60, y a los que la reducción conservadora operada en el fenómeno novísimo pareció volver inaudibles. Algunos de ellos protagonizaron, sin duda, las escrituras más fuertes de este momento.
Y, entre las más radicales, la de José-Miguel Ullán (1944), en quien la poética y el mundo se hacen indistinguibles: en la habitación oscura sólo el tacto azaroso de la mano — el azar sombrío y deslumbrante — puede servir de pauta; ése es el modo en que surge el hermetismo como habla necesaria de ese espacio. Hacia dentro de la palabra — encontrada en la prensa O el uso normal, la torneada en el aura barroca de Villamediana, la oída en la infancia — no cabrá otra guía que el ojo del corazón: el más lúcido y atravesado de emociones, el que rechaza los chantajes del sentido y trata de afirmarse en la transparencia del ser. Esta paradoja — la del frío ardor, la conmovedora nada — alcanza a hacerse cristal en Visto y no visto (1993) y Razón de nadie (1994), sus últimos libros.
Discutida como pocas, la obra de Leopoldo María Panero (1948) se enfrenta una y otra vez a la fácil y morbosa lectura biográfica, que ha pretendido encasillarla en los tópicos más banales del "malditismo". Panero subraya siempre el carácter discursivo del mundo, distanciándose de los conceptos rutinarios de realidad o biografía, y ahondando en toda su pertur¬badora ambigüedad; el psicoanálisis actúa como intertexto básico, disolviendo los límites y abriendo "el espectáculo de la podredumbre" con la frialdad descriptiva de un realismo del inconsciente. En la continua fusión de lo familiar y lo inquietante, de lo patético y lo armonioso, late la obvia paradoja: lo subjetivo no puede eludirse, pero tampoco ser dicho, de modo que el poema es voz de otro: muerte, locura.
También la poesía de Jenaro Talens (1946) propone un permanente análisis sobre la dificultad de constituir un sujeto; desde Tábula rasa (1985). la búsqueda de un grado cero, neutro retóricamente, produce la intensidad en nuevas y sencillas formas de denotación. La obra de Aníbal Núñez (1944-1987), participando de similares intuiciones, es un continuo ensayo de caminos diferentes, barroca y precisa, geométrica y brillante; sus textos exploran al límite los márgenes de libertad de la palabra ambigua, oculta siempre en la impecable y perfecta arqui-tectura de la sintaxis.
La fluidez del panorama obligaría a otras numerosas menciones, que nunca podrían ser completas. Así, las fuertes atmósferas sensoriales, siempre al borde de un fin, en César Antonio Molina (1952). O el deseo metafísico de Andrés Sánchez Robayna (1952), entre las raíces de la materia y la utopía de desprenderse de ella. También, los múltiples tonos, el énfasis contenido y los sutiles diques a la amenaza de la prosa en Jorge G. Aranguren (1938), la implacable ironía física de Luis Javier Moreno (1946), o la exigencia de Carlos Piera (1942), cada uno de cuyos poemas crea su propia estrategia y aplica su idea de riesgo: un pensamiento que afila las palabras con musicalidad poderosa.
Todo esto ocurre cuando, en el panorama literario actual, la poesía pesa tan poco como si no existiera, anegada por el brillo mercantil de la novela y la fuerza empobre de los medios de comunicación. Y, sin embargo, su curso resulta apasionante — las condiciones de lectura, la resistencia extrema de las poéticas que abren lenguaje —, de que los intentos de trivialización parecen condenados a fracasar y el lector parece encontrando desafíos que merecen la pena.
Página publicada em janeiro de 2018
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